Etnografía virulenta

Boceto a lápiz de Camilo Renza

Camilo Renza Quintero

Rosa Patricia Quintero Barrera

Al que no le gusta un vaso, le dan dos dice la señora al ver la extensión de casi tres cuadras de la fila para entrar al Banco. Y sí, ahí estamos, unas cuarenta personas, ataviadas con ropa informal, distanciadas a unos dos metros; tratando de ser pacientes para ser atendidos. Nos miramos sin mirarnos, haciendo gala de la desatención cortés que indica Anthony Giddens para el trato entre extraños. Pensamos en el riesgo de contagiarnos del temible Covid-19 que visita al mundo y se ha manifestado como una pandemia. Este virus es un vivo ejemplo de la globalización que alude a los intercambios/vínculos/relaciones de cualquier forma entre continentes. Como en el siglo XVI que el descubrimiento del Nuevo Mundo, completó a la Tierra al decir de Germán Arciniegas; en aquella época, los hombres que protagonizaron la invasión a las Américas diligenciaron el virus de la ambición de adueñarse de las tierras, de sus modos de producción y de sus moradores para desencadenar la infame trata esclavista.

La fila avanza lento. Pasa un joven Policía para cerciorarse de que los números de las cédulas coincidan con el Pico y Cédula dispuesto por la Administración Municipal que legaliza la presencia en ese lugar de las personas que con más de la mitad de su cara tapada observan, escuchan, hablan por celular, algunas pocas conversan entre sí. Estamos allí para realizar alguna transacción económica, porque los bancos mueven al capitalismo, a través de ellos somos útiles en el engranaje productivo y existimos en el sistema que nos ubica en algún escalón de las jerarquías sociales; lo económico nos determina, hace que salgamos a exponernos al social que, en cuestión de semanas, se ha convertido en una amenaza. Nos ha aislado del contacto personal, nos ha llevado a resguardarnos en nuestras casas con las personas más cercanas.

Esa convivencia también ha evidenciado el tipo de trato que tenemos con quienes vivimos. Circulan noticias del maltrato intrafamiliar, de la violencia de género y de los grandes abismos que hay en el núcleo familiar. Ya la convivencia de todas las horas de todos los días, el encontrarse en todos los lugares de las viviendas, sin la excusa de salir en el tiempo activo a trabajar, a interactuar con las personas con quienes compartimos oficios, posicionamientos sociales, relaciones de ejercicio del poder con jefes o con subalternos e incluso la clandestinidad de los amores extramatrimoniales, han exasperado a muchos. También ha evidenciado las realidades de las relaciones más próximas y más lejanas, aunque se trate de la familia y de los compañeros de trabajo.

Lo doméstico es otro aspecto determinante que por tradición recae en las prácticas femeninas. El aseo necesario para borrar las posibles huellas del virus, limpieza permanente y asidua de pisos, objetos, interruptores, teclados, ratones de computador, celulares, en fin toda clase de superficies.

Este momento pandémico nos ha llenado de miedo a ser los huéspedes ideales del Covid-19: Se dice que sí nos alcanza, sí nos entra por alguna mucosa, sí nos halla con las defensas bajas y se anida en nuestro organismo podría matarnos, antes pasaríamos por momentos espantosos de sufrimiento sin poder respirar. Se ha vuelto necesario cubrirnos; lucimos tapabocas de distintos diseños, colores, calidades y formas. La mayoría de tapabocas no son adecuados y en la realidad no protegen al usuario, ni son usados de los modos que recomiendan los expertos; cumplen las veces del placebo que estamos seguros que nos evitará la tragedia del virus. Como le ocurrió al señor que estaba adelante en la fila, que al caérsele al piso, lo levantó y volvió a ponérselo. Cada vez que salimos de la casa nos limitamos para hablar y respirar, las manos sudan en el plástico de los guantes, se empañan las gafas, todo se humedece, se hace pegajoso, el propio tapabocas se  convierte en una caja de Petri.

Las horas invertidas para entrar al Banco generan tensión, en particular con aquellos que al mejor modo de comportamiento colombiano, haciéndose los pendejos intentan colarse. Esa situación ocurrió con la señora que llevaba un libro religioso en la mano –como dirigida por la mano oculta de su Dios–, ubicándose, religiosa y subrepticiamente, entre el espacio que nos separaba a unos de otros; pero la momentánea convivencia generó un control social que nos llevaba a saber quien iba adelante y atrás, el cuidado de conservar la distancia requerida. La gente protesta: ¡fila, fila, llevamos tres horas aquí parados, llegamos a las ocho, haga fila, sí usted la de azul!

En  el fragmento de El Teatro y la Peste, Antonin Artaud cuenta cómo ésta, antes de atacar al sistema nervioso de los individuos, afecta el cerebro y los pulmones. Órganos principales, por los cuales podemos dar voluntaria acción a nuestro cuerpo y donde se manifiesta primeramente la autoconciencia. El virus en nuestro organismo y a nuestro alrededor, solo es un catalizador e inocua envoltura de un mortal agente: El miedo. Éste, es “un mal que socava el organismo y la vida hasta el desgarramiento y el espasmo, con un dolor que al crecer y ahondarse multiplica sus recursos y vías en todos los niveles de la sensibilidad” (Artaud, 2001, 25-26). Nuestro primer vínculo con el mundo, no es trascendente ni ideal, es de piel, el órgano más extenso, sensible y frágil. Todo lo tocamos: objetos, personas, animales, espacios. El peligro que acaece, el hecho de no poder sentir, estar en contacto con cualquier cosa o persona, impulsan la delirante consigna de un individualismo exacerbado. La única conexión segura –al parecer–, es la de la fibra óptica que promete consigo el clamor de las redes sociales. Lavamos con jabón nuestras manos, porque no podemos lavar las conciencias, ni las palidecientes morales que nos separaban antes del Covid-19.

Las relaciones laborales, personales y de ocio, han cedido ante la virtualización, provocando el distanciamiento estético del mundo en los sentidos, en los órganos y el actuar, al arrojarnos cada vez con más sevicia hacia el espectáculo de la vida. Somos ahora, más que nunca, espectadores de nuestras vidas, acorralados por el miedo en nuestros resguardos asépticos pero frívolos.

«No, la desgracia no nos vuelve más racionales ni nos enseña lecciones, ni nos rebaja los humos ni el postureo ni la presunción. Todo persevera inmutable y me temo que perseverará». Javier Marías

 


Referencias citadas

Artaud, Antonin. (2001). El teatro y su doble. Barcelona: Edhasa.

Marías, Javier. (2020). Perdónenme el escepticismo. Madrid: El País Semanal. Disponible en, https://elpais.com/elpais/2020/04/06/eps/1586183274_743222.html?event_log=oklogin

5 comentarios en “Etnografía virulenta

  1. Patricia y Camilo, me encanta este relato, yo misma me he visto reflejada en él. El tapabocas obligatorio en espacios públicos, nos hace casi irreconocibles unos a otros. Solo espero que el miedo al virus no genere desconfianza y agresividad ante el posible contagio. Este es un momento que ojalá nos invite a pensar cómo ser mejores seres humanos con todas las personas que nos rodean.

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